martes, 10 de febrero de 2009

La enfermedad de Cupido

Natasha K., una mujer inteligente de noventa años, acudió recientemente a nuestra clínica. Explicó que poco después de cumplir los ochenta y ocho advirtió «un cambio». ¿Qué clase de cambio?, le preguntamos.

–¡Delicioso! –exclamó–. Era muy agradable. Me sentía con mucha más energía, más viva... me sentía joven otra vez. Empezaron a interesarme los hombres jóvenes. Empecé a sentirme, digamos, «retozona»... sí, retozona.

–¿Y eso era un problema?

–No, al principio no. Me sentía bien, extremadamente bien... ¿por qué iba a pensar yo que pudiese haber problemas?

–¿Y después?

–Mis amistades empezaron a preocuparse. Al principio decían: «Estás radiante... ¡Parece que has rejuvenecido!», pero luego empezaron a pensar que aquello no era del todo... razonable. «Tú eras siempre tan tímida», «y ahora eres una frívola: Andas siempre riéndote, cuentas chistes... ¿tú crees que está bien eso a tu edad?».

–¿Y cómo se sentía usted?

–Yo estaba desconcertada. Me había dejado llevar, y no se me había ocurrido poner en entredicho lo que estaba pasando. Pero entonces lo hice. Me dije: «Natasha, tienes ochenta y nueve, esto ya dura un año. Siempre fuiste tan moderada en tus sentimientos... ¡y ahora esta extravagancia! Eres una mujer vieja, casi al final de la vida. ¿Qué podría justificar una euforia repentina como ésta?». Y en cuanto pensé en euforia, las cosas adquirieron un nuevo aspecto... «Estás enferma, querida», me dije. «¡Te sientes demasiado bien, tienes que estar mala!»

–¿Mala? ¿Emotivamente? ¿Mala mentalmente?

–No, emotivamente no... mala físicamente. Era algo de mi cuerpo, de mi cerebro, lo que me ponía tan eufórica. Y entonces pensé... ¡maldita sea, esto es la enfermedad de Cupido!

–¿La enfermedad de Cupido? –repetí, sin comprender. Era la primera vez que oía aquello.

–Sí, la enfermedad de Cupido... la sífilis, comprende. Es que yo estuve en un burdel en Salónica, hace casi setenta años. Cogí la sífilis... muchas de las chicas la tenían... le llamábamos la enfermedad de Cupido. Mi marido me salvó, me sacó de allí, hizo que me la trataran. Eso fue muchos años antes de la penicilina, claro. ¿No es posible que haya seguido conmigo durante todos estos años?

Puede haber un inmenso período de latencia entre la infección primaria y la aparición de neurosífilis, sobre todo si la infección primaria ha sido contenida, no erradicada. Yo tuve un paciente, tratado con Salvarsán por el propio Ehrlich, que manifestó tabes dorsalis (una forma de neurosífilis) más de cincuenta años después.
Pero yo no me había encontrado nunca con un intervalo de setenta años... ni con un autodiagnóstico de sífilis cerebral expuesto con aquella tranquilidad y claridad.

–Es una sugerencia sorprendente –contesté después de pensármelo un poco–. Nunca se me habría ocurrido... pero quizás tenga usted razón.

Tenía razón; el fluido espinal dio positivo, tenía neurosífilis, eran realmente las espiroquetas las que estimulaban su córtex cerebral antiguo. Se planteó entonces la cuestión del tratamiento. Pero surgía aquí otro dilema, que planteó, con su agudeza característica, la propia señora K. –No sé si quiero curarlo –dijo–. Ya sé que es una enfermedad, pero me ha hecho sentirme bien. He disfrutado de ella, aún sigo disfrutando, no voy a negarlo. Hacía veinte años que no me sentía tan viva, tan animada. Ha sido divertido. Pero sé muy bien cuando una cosa buena va demasiado lejos, y deja de ser buena. He tenido ideas, he tenido impulsos, no le contaré, que son... bueno, embarazosos y estúpidos. Era como estar un poco ida, un poco achispada, al principio, pero si la cosa va más lejos...
Remedó a un demente espasmódico y babeante. Luego continuó:

–Pensé que lo que tenía era la enfermedad de Cupido, por eso acudí a ustedes. No quiero que la cosa se ponga peor, eso sería horroroso; pero no quiero que me cure... eso sería igual de malo. Hasta que me asaltó esto yo no me sentía plenamente viva. ¿Cree usted que podría mantenerla exactamente como está?

Lo pensamos un rato y nuestra vía de actuación, afortunadamente, estaba clara. Le hemos administrado penicilina, que ha matado las espiroquetas, pero que nada puede hacer para eliminar los cambios cerebrales, las desinhibiciones, que las espiroquetas han causado.

Y ahora la señora K. tiene ambas cosas, disfruta de una desinhibición suave, una liberación del pensamiento y el impulso, sin nada que amenace su control de sí misma y sin el peligro de una mayor lesión del córtex. Alberga la esperanza de vivir, reanimada así, rejuvenecida, hasta los cien.

–Es curioso –me dice–. Ha conseguido usted jugársela a Cupido.


Oliver Sacks, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero.



Todo lo que escribe Oliver Sacks es fas-ci-nan-te...

1 comentario:

Anónimo dijo...

des-de-lue-go. ¿Todo esto es ficción, o puede ser argumentado perfectamente por la medicina? Vaaaargame, cuánto desconocimiento del interior de nuestro cerebro.