viernes, 19 de noviembre de 2010

Nada es comparable... II

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El oficio del amor nos reclama con urgencia de jinete sediento, es el más necesario para no perecer de espanto, para merecer la vida y caminar ligero con los ojos limpios, distinguiendo una manos de otras, un rostro de otro, un beso de otro beso y para seguir admirando las vueltas del palomo enamorado, su paciencia blanca y suave de bailarín en celo.

El oficio de la belleza es inútil e imprescindible. Está dedicado a una diosa fría, el adiestramiento es cruel y lo aprenden gentes que no sirven para otra cosa, ni para coperos o escanciadores de otros dioses ni para esclavos solícitos en amplias cámaras orientales de lujo indecible, aposentos de una emperatriz cuyo reino no existe. Aún así es tentador como ninguno.

Requiere paciencia el oficio del tedio, una costumbre de tardes que caen lentísimas y nos manchan los párpados de ceniza mientras sostenemos el periódico entre las manos, la prosa de todos los días.

El de la pobreza es arduo y digno, hay que aprender lo despreciado, incorporar la elegancia de los santos antiguos, su ironía enmascarada y bonachona de hambre sin remedio.

Es estremecedor el oficio del fugitivo, del que quiere huir hacia una ocupación distinta ignorando las fábricas humeantes en el horizonte de las ciudades, desconociendo tanto sudor malgastado, tantos brazos exhaustos, tantos relojes sonando a la misma hora, tantas rutas de barcos cara a un mismo puerto herrumbroso y maloliente, tanta amenaza de muerte total anunciada a todas horas, tanta desesperación, tanta fealdad, tanta miseria.

La destreza de este aprendiz consiste en el olvido: olvidar el tráfago exasperante y negro de cada amanecer, el exterminio de los árboles, la extinción de los gorriones, la destrucción del hombre por el hombre, su incomprensible suicidio de animal estupidamente acorralado.
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Pilar Cibreiro, Última espesura, Las diosa blancas.

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